“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un
sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso
insecto”. (Kafka, la metamorfosis).
Una noche ingresé con
visión doble, después de varios días con una potente alteración del gusto que
me hacía percibir hasta el mordisco de un limón como algo graso o muy salado.
Tras las distintas pruebas, pude ir a dormir en los brazos del diazepam. Al
despertar al día siguiente noté que me había convertido en algo distinto.
Todavía no sabía qué era. Necesitaba una etiqueta. Pasaría una semana en el
hospital esperándola. Entre otras pruebas, faltaba una resonancia magnética y en
función de lo que allí se observara, o así lo entendí yo, una punción. Conforme
recuperaba la visión normal, como efecto beneficioso de la cortisona (¿he dicho
alguna vez que me gusta el ciclismo?), sólo había algo que seguía viendo
borroso: la dichosa etiqueta, escrita con letras difusas, hablaba de una
enfermedad desmielinizante. Sin una etiqueta clara Harry se veía desenfocado en el espejo (Deconstructing Harry, de W. Allen). Semanas después llegó
el informe del laboratorio. La letra todavía no estaba clara, pero sonaba una
música casi imperceptible, de la que poco a poco, en las siguientes pruebas
diagnósticas, en la consulta, en las conversaciones, iba a poder escuchar el
estribillo: “esclerosis múltiple”. Y no, uno no espera despertar, ni siquiera después de un sueño largo
e intranquilo, convertido en un enfermo neurológico, degenerativo y crónico.